El general Queipo de Llano, el bruto que ordenó matar a García Lorca («que le den café, mucho café»), llamaba a Franco Paca la Culona. Un hombre «egoísta y mezquino», según el virrey de Andalucía, gran matarife también. Lo cuenta Paul Preston en El Gran Manipulador. Es un buen libro, sin duda, otro desvelamiento de la historia que menos me gusta (qué conmilitones: lo peor del género humano: el resentimiento de los vencedores). Pero no dejen de leer antes Juanín y Bedoya. Los últimos guerrilleros. Lleva en las librerías de Cantabria un año, y se han vendido 10.000 ejemplares. Ayer se presentó en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes. Allí escuché a su autor, Antonio Brevers, sabiamente introducido por Manuel Gutiérrez Aragón y Norberto García.
Subrayo con intención lo del Bellas Artes. Al Palacio Real o al de la Moncloa llevaría yo este libro, con su épica a cuestas. Elogio de perseguidos, supervivientes, luchadores por la libertad, fugitivos de la brutalidad. Muchos testigos de la tragedia de estos dos mitos de la imposible resistencia al franquismo brutal han muerto; otros están agotados de vivir, como Ismael, el hijo de Francisco Bedoya. No pudo acompañarnos ayer, pero lo desvelado por fin, junto a Brevers, la historia de su padre, 50 años después de caer asesinado Bedoya a manos de la Guardia Civil en una carretera sembrada de fantasmones y traidores.
Cada verano me paro un minuto en el exacto lugar donde mataron a Juanín en 1957, sobre el molino de la Vega, a donde íbamos de chicos en burro con los sacos de trigo cosechado en casa. Hoy es un camping para turistas, y en mi pueblo, igual que en el de Juanín, ya no hay tierras de pan llevar, sino pastos para las vacas maltratadas por Revilla. Memoria de niño. «No dejéis de cantar o silbar», decían los padres cuando salíamos de noche. Por si nos confundían con los emboscados aquellas gentes sombrías de Paca la Culona. El gran Gutiérrez Aragón recordó ayer el triste verso de Gil de Biedma: «De todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España porque termina mal».
Subrayo con intención lo del Bellas Artes. Al Palacio Real o al de la Moncloa llevaría yo este libro, con su épica a cuestas. Elogio de perseguidos, supervivientes, luchadores por la libertad, fugitivos de la brutalidad. Muchos testigos de la tragedia de estos dos mitos de la imposible resistencia al franquismo brutal han muerto; otros están agotados de vivir, como Ismael, el hijo de Francisco Bedoya. No pudo acompañarnos ayer, pero lo desvelado por fin, junto a Brevers, la historia de su padre, 50 años después de caer asesinado Bedoya a manos de la Guardia Civil en una carretera sembrada de fantasmones y traidores.
Cada verano me paro un minuto en el exacto lugar donde mataron a Juanín en 1957, sobre el molino de la Vega, a donde íbamos de chicos en burro con los sacos de trigo cosechado en casa. Hoy es un camping para turistas, y en mi pueblo, igual que en el de Juanín, ya no hay tierras de pan llevar, sino pastos para las vacas maltratadas por Revilla. Memoria de niño. «No dejéis de cantar o silbar», decían los padres cuando salíamos de noche. Por si nos confundían con los emboscados aquellas gentes sombrías de Paca la Culona. El gran Gutiérrez Aragón recordó ayer el triste verso de Gil de Biedma: «De todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España porque termina mal».
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